Se
sentó en la arena y esperó. Los minutos pasaban lentamente, y las luces
iban tornando hacia un anaranjado rosáceo tras las montañas. Hacia el
otro lado de la flamígera vista, la luna empezaba a platear las mansas y
transparentes aguas que tan sólo unos segundos antes habían acariciado
su piel.
No tenía frío, pero abrazaba la toalla como el que necesita el calor en la noche más gélida. Mientras
tanto, el sol iba desapareciendo más rápido que el tiempo, y sus ojos
se humedecían a su compás. Quizás por mirar de frente al astro rey,
quizás por la imagen tan bella que estaba presenciando. O quizás por las
manos ausentes.
Finalmente, y casi de repente, se perdió todo
rastro de la fulgurante esfera, aunque su luz residual seguía bailando
entre las nubes, pudiendo presenciar un espectáculo de colores pastel
que le provocaron una explosión de placer visual, erizándole el vello de
todo su cuerpo.
Sonreía. La conclusión del día también lo fue de sus pensamientos.
A veces unos pocos minutos de verdadera belleza bastan para enamorarse de lo que presencian tus ojos.
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