domingo, 28 de diciembre de 2014

Polvo en el viento

Sin miedos. Sin rencores. Sin dramas. Sin complejos. Sin esperar a nada ni a nadie. Sin ataduras. Sin daños colaterales. Sin la duda. Sin tenerlo todo. Sin querer tenerlo todo. Sin compañía siempre. Sin ropa más veces. Sin incertidumbre. Sin invertir. Sin esclavizarse a ningún reloj ni a portadores de ellos. Sin doblegarse al pasado. Sin rezarle al futuro incierto. Sin castigos eternos. Sin saber más que del presente. Sin moralinas ni sandeces.

Dejando pasar la vida viviendo y dejando vivir:

¡Disfrutad! Disfutad sin todo aquello.

Que todo es polvo en el viento.

Y el tiempo... se cobra su derecho.



Ausencias

Esta poesía "divina" de Mario Benedetti siempre me hace reflexionar. Quizás porque en estas fechas piensa uno en lo que le falta - la fe, por ejemplo, porque lo material se corrompe o te terminas aburriendo de ello - o más bien y sobre todo, piensa uno en quienes le faltan o le faltarían. Y también en quienes le sobraban y ahora vuelven al redil, cuando ya no existían ni como ausentes.

Lo que eleva este poema a uno de mis preferidos es que cada cual puede leerlo en todos sus registros de la ausencia. O que puede darle la vuelta si quiere y llenar esos espacios con la ausencia de sus ausencias. Pero amigos, eso ya son experimentos míos.

Que lo disfrutéis. Cada uno desde sus propias ausencias...

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"Ausencia de Dios"

Digamos que te alejas definitivamente
hacia el pozo de olvido que prefieres,
pero la mejor parte de tu espacio,
en realidad la única constante de tu espacio,
quedará para siempre en mí, doliente,
persuadida, frustrada, silenciosa,
quedará en mí tu corazón inerte y sustancial,
tu corazón de una promesa única
en mí que estoy enteramente solo
sobreviviéndote.


Después de ese dolor redondo y eficaz,
pacientemente agrio, de invencible ternura,
ya no importa que use tu insoportable ausencia
ni que me atreva a preguntar si cabes
como siempre en una palabra.


Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche
desgarradoramente idéntica a las otras
que repetí buscándote, rodeándote.
Hay solamente un eco irremediable
de mi voz como niño, esa que no sabía.


Ahora qué miedo inútil, qué vergüenza
no tener oración para morder,
no tener fe para clavar las uñas,
no tener nada más que la noche,
saber que Dios se muere, se resbala,
que Dios retrocede con los brazos cerrados,
con los labios cerrados, con la niebla,
como un campanario atrozmente en ruinas
que desandara siglos de ceniza.


Es tarde. Sin embargo yo daría
todos los juramentos y las lluvias,
las paredes con insultos y mimos,
las ventanas de invierno, el mar a veces,
por no tener tu corazón en mí,
tu corazón inevitable y doloroso
en mí que estoy enteramente solo
sobreviviéndote
.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Ellos



Ayer, al fin, encontré un lugar donde esconderme del frío y… de Ellos. Desde la ventana de la última planta de un edificio abandonado, en un viejo sofá arañado por el tiempo, casi puedo admirar el silencio y la desolación, que reinan hasta donde alcanza mi vista.



Cada día para mí consiste en lo más esencial de la vida: sobrevivir. Busco comida entre los escombros, o cualquier cosa susceptible de ser mi desayuno (siempre es un desayuno, puesto que no tengo el lujo de comer más de una vez cada dos o tres días). Huyo de cualquier cosa que se mueva muy rápido. Me escondo de los ruidos fuertes. Sigilosamente, escudriño las calles. Y jamás me atrevo a entrar en la zona prohibida, donde habitan Ellos.



Algunos compañeros cuentan historias fantásticas, utópicas, en las que Ellos parecen no ser tan malvados. Pero no les creo. Quizá en otro tiempo, pero no ahora, me parece inverosímil. He visto con mis propios ojos ancestrales la maldad desprenderse de sus palabras, de sus manos, incluso de sus propias auras. Nuestra especie capta esas sutilezas, eso es bien sabido. Pero en mi caso, no ha hecho falta hacer uso de mi auspicia. Mis peores temores se materializaron el día en que escuché los gritos de terror de uno de mis camaradas. Con gran frustración y estupor, hace unos meses presencié cómo el pobre infeliz era torturado hasta la muerte por varios de Ellos, en plena calle y con total impunidad. Coreaban y danzaban a su alrededor, como en un macabro ritual, mientras mi cuerpo temblaba de rabia, agazapado en una esquina. Desde allí pude ver el dantesco final de mi compañero, que se retorcía de dolor cuando el artefacto pirotécnico finalmente estalló…



Alguna cicatriz en mi cara tampoco ayuda a mejorar mi opinión de Ellos, o de los Gigantes, como algunos los llaman. Fue en una ocasión en la que, rebuscando entre la basura, uno de estos seres me lanzó una piedra que, desafortunadamente, me rozó en el ojo. Instintivamente, y aunque parezca lo contrario, pude esquivar lo peor del proyectil. De no haber presentido el impacto, ahora mi cara gozaría de una preciosa oquedad en donde ahora sólo hay una horrible cicatriz.



Pero no siempre fue así. En otro tiempo, sin embargo, ambas especies convivían creando una alianza que nos elevaba al nivel de Dioses sobre la Tierra, aunque existían muchos más reinados repartidos por el Universo. Pero tras miles de años ostentando el poder de la palabra, que a nosotros se nos negó en virtud de otros poderes, Ellos comenzaron a amasar la codicia que hoy mismo los está destruyendo, y a nosotros a su vez. Y cada vez que renazco, sigo viendo con impotencia que en cada vida su maldad va en aumento. Atrás quedarán los fastuosos monumentos de nuestra gloria simbiótica, majestuosas edificaciones que se erigieron con sus manos y con nuestros conocimientos sobre el mundo no sensible e inmaterial, imposibles de ver con sus ojos de piedra.



No sé cuánto tiempo me queda aquí. Nunca lo sé, porque siempre depende de mis actos tanto vivir un día más, como vivir una vida menos. Pero sí sé que otro mundo sobreviene ya. Puedo percibirlo como cercano y cierto, ¡con sólo pensarlo se me eriza todo el vello del cuerpo! Y aunque debo reconocer lo controvertido de lo que quiero, por lo que he vivido y por lo que siento, necesito revivir con Ellos. O al menos con uno de Ellos.



Confío en mi credo. “Y por mis bigotes… que lucharé por vivir de nuevo.”


Tengo frío

Tengo frío. 

Mucho frío...

Me miro las manos y empiezan a tener un tono amoratado. Mis uñas, brillantes, son como un espejo. Reflejo mi rostro en ellas y veo que mis labios, marmóreos, se han vuelto azuladamente cadavéricos. Mi cabello y mis pestañas están cubiertos por una fina capa de escarcha.

Mi erizada piel se va tornando blanca, de un pálido mortecino. Poco a poco, voy acurrucándome en mi desnudez, mientras escucho el crujir de mis músculos, petrificándose fríamente. Envolviéndome sobre mí en posición fetal, intento moverme lo menos posible para no romperme en mil añicos.

Noto cómo mi sangre, de un color azul oscuro, casi negro, se va cristalizando en bellas estrellas de nieve que recorren mis venas, avanzando desde mis extremidades hasta llegar a mi pecho. En lo más profundo de mi cuerpo, mis órganos vitales se resquebrajan, quedándose dentro de mí como piezas agrietadas de un macabro puzle.

Mis ojos, con las pupilas grisáceas, se van cerrando lentamente, mientras mi garganta, que traga el granizo de la verdad, se ha convertido en un túnel helado que exhala ya su último y gélido aliento. El corazón, plomizo, retardando al máximo el tempo, finalmente se ha detenido para dar paso al más absoluto silencio.

Soy completamente de hielo.

Y tengo frío. 

Mucho frío...

lunes, 27 de octubre de 2014

Burbujas de silencio

7:00. Móvil. Párpados.

7:36. ¡Salto! Baño. Café, tostada y fruta. Bolsa, mochila y red.

8:07. Acelerón. Autovía. Rotonda. Cargado de recuerdos. Respiración profunda. Eliminado de recuerdos. Sonrisa orgullosa. Música épica. Primera pita. Mar de acuarela al fondo. Vello de punta.

8:18. Radar. Frenazo-acelerón. Sinuosa carretera. Curva mortal. Escalofrío. Máximo volumen. Música y garganta. Sonrisa vital. Desvío. Adelantamientos de dudosa legalidad. Semáforo tocapelotas.

8:35. Stop. Descarga. Saludos y besos. Botella, chaleco, plomos, red, traje. Furgoneta. Presentaciones, risas, bromas. Experiencias. Excitación.

9:10. Puerto. Equipo. Barco. Aún más risas y bromas. Motor. Defensas. Viento, agua y sal. Visión panorámica. Geoformas imposibles. Admiración y fascinación. Silencio. Párpados. Relajación. Sanación mental.

9:25. Ancla. Saliva y máscara. Briefing. Ordenador. Cremalleras y compañeros. Chaleco y aletas. Excitación.

9:35. Corazón de fuego. Paso de gigante. Corazón de hielo. Hundimiento.

Sin tiempo.

Ella y yo.

Nada ni nadie más.

Burbujas de silencio…



Mar.

Cartas de amor

Teniéndolas todas... Me quedaba sin palabras. Leer tan a gusto sobre sentimientos tan profundos al desnudo, sobre amores castos y puros, sobre tórridos y sin embargo dulces deseos, sobre la esperanza de ser correspondidos y ser también correspondientes... me hacía sentir como un ignorante y feliz chaval de veintitantos que no sabe qué es el mañana. Ni intuye lo gris del incipiente ocaso...

Las cartas de amor, objetos con alma hoy en peligro de extinción, eran tesoros que devoraba con avidez. Las leía una y otra vez, las aprendía de memoria, las olía, las palpaba pero sin arrugarlas, aprendía sus grafías, e incluso las copiaba minuciosamente para no estropear las originales. Tal era su valor para mí que las verdaderas amarilleaban en una caja, fuertemente protegidas del sol, la humedad y otro tipo de amenazas. Tan sólo eran leídas en el aniversario de cada una de ellas. A veces la bendita efemérides me permitía leer dos o tres en una misma semana. Y en otras ocasiones pasaban meses hasta que podía leer la siguiente.

Algunos coleccionan fotos que ven muy de vez en cuando, otros admiran bellos e inútiles sellos o monedas. Yo me dedicaba a algo mucho más profundo. Coleccionaba palabras, cartas descartadas, desclasificadas, desdeñadas... Extraviadas en el tiempo, separadas de sus dueños, robadas de ningún sitio, despreciadas sin remedio, abocadas al abismo de un cajón cerrado, o simple y tristemente, quemadas, a lo peor...

Era fácil identificarlas. Olían de una manera muy especial, al estar normalmente perfumadas. La letra de la dirección de envío o del remitente presentaba algunas variantes, pero por regla general la escritura era impecable. Quien alguna vez ha escrito una carta de amor lo sabe. No debía haber tachón ni mancha alguna, seguramente porque el autor escribía antes en un borrador el texto de la carta así como el del sobre. Al menos, así lo hacía yo. Y lo cierto es que en 99 de cada 100 veces, antes de abrirlas, acertaba sobre cuáles eran aquellas cartas que hablaban de amor y que, por fortuna, yo recogía del olvido más absoluto.

Sí. Para algunos lo que yo hacía era de no estar bien de la cabeza. E incluso rayaba la ilegalidad, siendo una obsesión insana. Quizás por eso necesitaba contar en mis últimos días las locas fechorías de este viejo cartero. 

Quizás porque ni yo mismo pude nunca concebir una locura tan grande, escribí esta carta para confesar mi amor hacia todos esos amantes, dándoles las gracias por haberme permitido tomar prestadas las promesas de amor que alguna vez profesaron, aquellas que yo jamás pude recibir de nadie y que tantos y tantos otros ni siquiera leer quisieron.

O quizás mi carta sólo quería recordar, sin acritud y a quien le pudiera interesar, que el más loco de todos los que aún estamos aquí es el que alguna vez ha rechazado, de manera alegre, ignorante o vil, las epístolas, palabras y poemas de un verdadero enamorado.

Disfrutar de ella

"Disfrutar de ella"

"Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma". Julio Cortázar.

Esta semana habría escrito ríos de tinta. He tenido experiencias de sobra para hacerlo. Han sido únicas, cada una desde su ámbito. Laborales, sentimentales, profesionales, musicales. Familiares.

Y todas han pasado en tan sólo una semana. Todas juntas, casi a la vez, solapándose una emoción sobre la otra. No, definitivamente estas experiencias no caben en los versos o los textos que podría decir o escribir, no hay palabras que puedan expresar lo que no se puede decir con la lengua o con las letras, sino que esas experiencias, y las emociones y aprendizajes que se derivan de ellas, responden más bien a lo que conecta directamente con nuestro "ethos", con los estados más profundos de nuestra alma.

Y como llego a la conclusión de que no hay palabras para acontecimientos tan bellos, tan duros o de tan gran incertidumbre... por eso - y para eso - pienso que existe la música. Es el único puente directo con nuestros estados de ánimo; la música es lo único que puede describirlos, imitándolos, mutándolos y transformándolos según nuestros deseos o necesidades.

Por eso lo de...

Componer música, escuchar música... y disfrutar de ella. Y de la música.

;)