Sus
venas se iban hinchando a cada párrafo en el que se detenía. Un hálito
flamígero recorría su garganta y dejaba su boca seca, pastosa. El sudor
de su frente iba acumulándose en pequeñas gotitas hasta que se agrupaban
en una gran gota que recorría su mejilla como un bólido hasta morir en
su barbilla. Sus manos agarraban con fuerza el mamotreto de papeles que
no había dejado de leer en todo el día,
impregnándose sus dedos de la sucia tinta negra, cuasi una metáfora del
oscuro texto que le mancharía ese día y por mucho tiempo su carácter.
Al finalizar su amarga lectura, escupió en la papelera, bebió un trago largo y volvió a escupir, esta vez sobre uno de los nombres del texto, para luego romper en minúsculos trozos el primer folio que con saña habían humedecido sus efluvios.
Maldijo el nombre de su secuaz, su inutilidad y la de ella misma, golpeando la silla de su escritorio, y tirando todo lo que tenía a su alcance de un sólo manotazo, al tiempo que también maldecía su intento de pasarse de lista. En qué mala hora lo había escuchado. ¿Por qué le habría hecho caso?
Sus intentos de ascenso forzado le habían salido caros. Como un artefacto bomba defectuoso, éste le había estallado en plena cara, dejándole una cicatriz que no se borraría fácilmente.
Al día siguiente debería recoger sus cosas. Marcharse de la empresa, de la ciudad... Joder, la mierda le salía por todos los poros.
Apestada, desahuciada por sus compañeros, sólo podía contar la verdad y salvar así algo de su dignidad, aunque ya había sido condenada por la propia administración de su empresa y seguramente, en breve, por los poderes judiciales.
Cabizbaja, admitió para sí su derrota. Había aprendido una valiosa lección.
La mentira no hace justicia. Por muy justos que parezcan los fines.
Al finalizar su amarga lectura, escupió en la papelera, bebió un trago largo y volvió a escupir, esta vez sobre uno de los nombres del texto, para luego romper en minúsculos trozos el primer folio que con saña habían humedecido sus efluvios.
Maldijo el nombre de su secuaz, su inutilidad y la de ella misma, golpeando la silla de su escritorio, y tirando todo lo que tenía a su alcance de un sólo manotazo, al tiempo que también maldecía su intento de pasarse de lista. En qué mala hora lo había escuchado. ¿Por qué le habría hecho caso?
Sus intentos de ascenso forzado le habían salido caros. Como un artefacto bomba defectuoso, éste le había estallado en plena cara, dejándole una cicatriz que no se borraría fácilmente.
Al día siguiente debería recoger sus cosas. Marcharse de la empresa, de la ciudad... Joder, la mierda le salía por todos los poros.
Apestada, desahuciada por sus compañeros, sólo podía contar la verdad y salvar así algo de su dignidad, aunque ya había sido condenada por la propia administración de su empresa y seguramente, en breve, por los poderes judiciales.
Cabizbaja, admitió para sí su derrota. Había aprendido una valiosa lección.
La mentira no hace justicia. Por muy justos que parezcan los fines.