lunes, 27 de octubre de 2014

La lucha

No ha sido fácil...

Un obstáculo tras otro impedía nuestro avance, que se nos antojaba imposible a cada paso que dábamos. A lo lejos se divisaba el humo negro de las bombas enemigas que, aunque ya no nos intimidaban, no hacían presagiar una buena guerra. No obstante, la palabra "desastre" no entraba dentro de nuestro vocabulario, por mucho que algunas voces nos la gritaran desde el campo de minas que nos tenían preparado.

Afortunadamente, en algunos momentos tuvimos el favor de unos pocos compañeros que, con todo su afán y ahínco, cavaron trincheras a nuestro lado, cubrieron nuestras espaldas mientras descansábamos, o incluso planearon con nosotros, codo con codo, las estrategias que íbamos a seguir a la mañana siguiente. Pero, como en toda guerra, no tardaron mucho en producirse las bajas: o te disparan a quemarropa, o tu carro de combate sufre un fatal accidente... o directamente el enemigo acaba por completo con tu moral, a base de consignas de guerra y todo tipo de mensajes devastadores, los cuales íbamos sorteando a nuestro paso, cada día, a cada hora, casi a cada minuto. 

Los que conseguimos abandonar nuestros odios, y hacer caer de nuestros oidos tanto estruendo... quedamos en pie, incluso soportando el impacto de muchas balas. Pero sólo fuimos unos pocos, dos o tres en las batallas importantes (a veces sólo yo, a veces sólo ellos), lo que hizo retrasar nuestra expansión. De haber sido algunos más, muchos errores se habrían evitado. Pero no todos tienen el valor de adentrarse en una guerra, es comprensible, por ello no se lo reprocharé. Bastante tienen con ser tan cobardes.
Tras veinte días de incesante marcha, durmiendo tres o cuatro horas al día, escudriñando el terreno a la luz de la luna, comiendo sobras... Al fin divisamos a lo lejos el objetivo de nuestra misión. Ya éramos imparables. Ante nuestro soberbio avance, las fuerzas enemigas eran cada vez más inútiles, aunque ofrecían toda resistencia y oposición. El terreno, aún más lodoso e inhóspito según íbamos llegando, empezó a hacer mermar nuestra salud. La piel se nos resquebrajaba, cuarteada por las horas de deshidratación; nuestros músculos, hinchados y doloridos, respondían sólo a veces y a destiempo; la boca nos sangraba, casi a chorros y cada día; los ojos..., los ojos eran globos sin pupilas que nos lloraban de soledad y cansancio... Y aunque la última cuesta casi nos vence, sin embargo... las manos no cesaron, impávidas ante cualquier dolor. Sin ellas, que se aferraron incluso a los salientes más puntiagudos, y sin nuestra voluntad de hierro, acero, plomo y diamante, jamás habríamos llegado a tiempo. 

Rozando los límites, casi sin aliento, y ante la mirada inerme de todos, posamos nuestras declaraciones de paz sobre la mesa, aquellas que serían obligación para con todo y todos, al menos durante un año. Pero aunque se llegó con éxito al final... no hubo entrada triunfal. Ni trompetas que la anunciaran. Ni condecoraciones. Ni pasillo de acusados (ni de acusadores, sorprendentemente). Tan sólo la llegada a tiempo, y la satisfacción del deber cumplido. (No sé ni por qué lo digo, pero... creo que ha merecido la pena pasar por todo esto.)

Hoy por fin esta lucha, sin vencedores ni vencidos, se ha acabado.

Hoy por fin, hemos terminado los horarios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario