lunes, 27 de octubre de 2014

Cartas de amor

Teniéndolas todas... Me quedaba sin palabras. Leer tan a gusto sobre sentimientos tan profundos al desnudo, sobre amores castos y puros, sobre tórridos y sin embargo dulces deseos, sobre la esperanza de ser correspondidos y ser también correspondientes... me hacía sentir como un ignorante y feliz chaval de veintitantos que no sabe qué es el mañana. Ni intuye lo gris del incipiente ocaso...

Las cartas de amor, objetos con alma hoy en peligro de extinción, eran tesoros que devoraba con avidez. Las leía una y otra vez, las aprendía de memoria, las olía, las palpaba pero sin arrugarlas, aprendía sus grafías, e incluso las copiaba minuciosamente para no estropear las originales. Tal era su valor para mí que las verdaderas amarilleaban en una caja, fuertemente protegidas del sol, la humedad y otro tipo de amenazas. Tan sólo eran leídas en el aniversario de cada una de ellas. A veces la bendita efemérides me permitía leer dos o tres en una misma semana. Y en otras ocasiones pasaban meses hasta que podía leer la siguiente.

Algunos coleccionan fotos que ven muy de vez en cuando, otros admiran bellos e inútiles sellos o monedas. Yo me dedicaba a algo mucho más profundo. Coleccionaba palabras, cartas descartadas, desclasificadas, desdeñadas... Extraviadas en el tiempo, separadas de sus dueños, robadas de ningún sitio, despreciadas sin remedio, abocadas al abismo de un cajón cerrado, o simple y tristemente, quemadas, a lo peor...

Era fácil identificarlas. Olían de una manera muy especial, al estar normalmente perfumadas. La letra de la dirección de envío o del remitente presentaba algunas variantes, pero por regla general la escritura era impecable. Quien alguna vez ha escrito una carta de amor lo sabe. No debía haber tachón ni mancha alguna, seguramente porque el autor escribía antes en un borrador el texto de la carta así como el del sobre. Al menos, así lo hacía yo. Y lo cierto es que en 99 de cada 100 veces, antes de abrirlas, acertaba sobre cuáles eran aquellas cartas que hablaban de amor y que, por fortuna, yo recogía del olvido más absoluto.

Sí. Para algunos lo que yo hacía era de no estar bien de la cabeza. E incluso rayaba la ilegalidad, siendo una obsesión insana. Quizás por eso necesitaba contar en mis últimos días las locas fechorías de este viejo cartero. 

Quizás porque ni yo mismo pude nunca concebir una locura tan grande, escribí esta carta para confesar mi amor hacia todos esos amantes, dándoles las gracias por haberme permitido tomar prestadas las promesas de amor que alguna vez profesaron, aquellas que yo jamás pude recibir de nadie y que tantos y tantos otros ni siquiera leer quisieron.

O quizás mi carta sólo quería recordar, sin acritud y a quien le pudiera interesar, que el más loco de todos los que aún estamos aquí es el que alguna vez ha rechazado, de manera alegre, ignorante o vil, las epístolas, palabras y poemas de un verdadero enamorado.

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