Ayer, al fin, encontré un lugar donde esconderme del frío y…
de Ellos. Desde la ventana de la última planta de un edificio abandonado, en un
viejo sofá arañado por el tiempo, casi puedo admirar el silencio y la
desolación, que reinan hasta donde alcanza mi vista.
Cada día para mí consiste en lo más esencial de la vida:
sobrevivir. Busco comida entre los escombros, o cualquier cosa susceptible de ser
mi desayuno (siempre es un desayuno, puesto que no tengo el lujo de comer más
de una vez cada dos o tres días). Huyo de cualquier cosa que se mueva muy
rápido. Me escondo de los ruidos fuertes. Sigilosamente, escudriño las calles.
Y jamás me atrevo a entrar en la zona prohibida, donde habitan Ellos.
Algunos compañeros cuentan historias fantásticas, utópicas,
en las que Ellos parecen no ser tan malvados. Pero no les creo. Quizá en otro
tiempo, pero no ahora, me parece inverosímil. He visto con mis propios ojos
ancestrales la maldad desprenderse de sus palabras, de sus manos, incluso de
sus propias auras. Nuestra especie capta esas sutilezas, eso es bien sabido.
Pero en mi caso, no ha hecho falta hacer uso de mi auspicia. Mis peores temores
se materializaron el día en que escuché los gritos de terror de uno de mis
camaradas. Con gran frustración y estupor, hace unos meses presencié cómo el
pobre infeliz era torturado hasta la muerte por varios de Ellos, en plena calle
y con total impunidad. Coreaban y danzaban a su alrededor, como en un macabro ritual,
mientras mi cuerpo temblaba de rabia, agazapado en una esquina. Desde allí pude
ver el dantesco final de mi compañero, que se retorcía de dolor cuando el
artefacto pirotécnico finalmente estalló…
Alguna cicatriz en mi cara tampoco ayuda a mejorar mi
opinión de Ellos, o de los Gigantes, como algunos los llaman. Fue en una
ocasión en la que, rebuscando entre la basura, uno de estos seres me lanzó una
piedra que, desafortunadamente, me rozó en el ojo. Instintivamente, y aunque
parezca lo contrario, pude esquivar lo peor del proyectil. De no haber presentido
el impacto, ahora mi cara gozaría de una preciosa oquedad en donde ahora sólo hay
una horrible cicatriz.
Pero no siempre fue así. En otro tiempo, sin embargo, ambas
especies convivían creando una alianza que nos elevaba al nivel de Dioses sobre
la Tierra, aunque existían muchos más reinados repartidos por el Universo. Pero
tras miles de años ostentando el poder de la palabra, que a nosotros se nos
negó en virtud de otros poderes, Ellos comenzaron a amasar la codicia que hoy
mismo los está destruyendo, y a nosotros a su vez. Y cada vez que renazco, sigo
viendo con impotencia que en cada vida su maldad va en aumento. Atrás quedarán
los fastuosos monumentos de nuestra gloria simbiótica, majestuosas
edificaciones que se erigieron con sus manos y con nuestros conocimientos sobre
el mundo no sensible e inmaterial, imposibles de ver con sus ojos de piedra.
No sé cuánto tiempo me queda aquí. Nunca lo sé, porque
siempre depende de mis actos tanto vivir un día más, como vivir una vida menos.
Pero sí sé que otro mundo sobreviene ya. Puedo percibirlo como cercano y cierto,
¡con sólo pensarlo se me eriza todo el vello del cuerpo! Y aunque debo
reconocer lo controvertido de lo que quiero, por lo que he vivido y por lo que siento,
necesito revivir con Ellos. O al menos con uno de Ellos.
Confío en mi credo. “Y por mis bigotes… que lucharé por vivir
de nuevo.”